«Teacher Man», de Frank MacCourt, y la gente que molesta a la gente

Afortunadamente, de vez en cuando, aparece un ángel para regalarte una rebanada de cielo. Una amistad me prestó la novela Teacher Man, de Frank MacCourt, el autor de Las cenizas de Ángela. Con cierto rubor, confieso que no había leído ningún libro de este neoyorquino con raíces irlandesas. No conocía el estilo fresco y directo de MacCourt, que ha encantado a medio mundo y encantará al otro medio cuando lo conozca. Desconocimiento que me parece imperdonable por mi parte.
A estas alturas, seis años después de su publicación, sería irrelevante cualquier crítica mía sobre la obra, que no haría sino incidir en las que ya se han escrito por millares; sin embargo, hay varios párrafos de esta novela autobiográfica que me han tocado algunas fibras sensibles y provocado en mí una especial empatía con el autor. Entre ellos, podría elegir la siguiente frase:
«Even I was small, eight or nine, I wondered why people won’t stop bothering people and I’ve been wondering ever since.» (Cuando era chico, con ocho o nueve años, me pregunté por qué la gente no desiste de molestar a la gente. Y desde entonces me lo he estado preguntando siempre).*
Yo también me lo pregunto. ¿Qué es lo que impulsa a tantas personas a meterse en las vidas ajenas, a molestar, sin que nadie las haya invitado? Observo cada día a gente que está a mi alrededor empeñada en colocar piedras en el camino de otra gente, sin más beneficio aparente que disfrutar con el fastidio ajeno.
El día que uno conoce a estas personas, que se presentan a sí mismas como dechados de amabilidad, siente el impulso de admirarlas y hasta de tomarlas como ejemplo. Después de un tiempo razonable, va descubriendo que los cinco sentidos de esas criaturas están alerta, continuamente, para localizar cualquier atisbo de felicidad ajena… y para comenzar su labor de desmoronamiento. Naturalmente, la voladura es lenta y controlada, para prolongar el gozo de tan encomiable trabajo y el regodeo de contemplar los resultados.
No se trata de la maldad de un asesinato ni la que anima a robar la comida del prójimo para matarlo de hambre. Sin embargo, esa malevolencia cotidiana, destilada en los hogares, en los centros de trabajo o en los lugares de ocio, es el caldo de cultivo de males mayores. El alimento que hace madurar ogros y causa tragedias donde menos se espera.
Como todo eso está revestido por una capa de moralina, sus conciencias admiten sin problema que esta labor de zapa se prolongue indefinidamente hasta lograr su objetivo o hasta que aparezca otra víctima.
Esto que encuentro embutido en la frase del ya fallecido novelista no es nuevo, pero me recoloca frente a mi realidad cotidiana. Me hace rebelar y me lleva a desear que el sentimiento prevalezca frente a la mezquindad, por muy cotidiana que sea.
Naturalmente, la novela de MacCourt es mucho más: ante todo, un grito contra la mojigatería que contamina una gran parte de la sociedad; por otra parte, un estímulo para continuar transitando en libertad los caminos de la legitimidad y de la utopía, sin convertirnos en estatua de sal, sin dejarnos enredar por la hiel, sin hociquear en ella; pésele a quien le pese.
Si no ha leído a Frank MacCourt, compre sus libros. Digiéralos. Tendrá una grata sorpresa. Y si, además, los presta o los recomienda, seguramente, alguien le recordará toda la vida.

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* MacCourt, Frank: Teacher Man. A memoir. Harper Perennial. Londres. 2006. Pág. 36.

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