El extraño caso del caballo regalado

REGALAR Y RECIBIR REGALOS es algo que pronto se afianza en el corazón de los niños. Mientras no se les incline en una u otra dirección, disfrutan tanto proporcionando objetos, acciones y sentimientos como recibiéndolos. Después, estos impulsos tienden a desaparecer. Paulatinamente, comienza por aumentar el placer de ser regalado antes que el de regalar; continúa por valorar poco lo que otro regala; termina por pensar que cualquier regalo se hace por interés. Con esos condimentos, sumados al tiempo y a la mala educación, se va creando una costra roñosa que tiene la capacidad de hacer desgraciado a su dueño y a quienes lo tratan. La siguiente anécdota, tan real y tan deprimente como el más puro desagradecimiento, ilustrará bien lo que he dicho.

Hace algunos años, cuando su hijo marchó a estudiar a otra ciudad, un amigo mío decidió quitar un caballo que le había regalado, puesto que ya nadie lo montaría. Había criado al animal desde la edad de dos meses y le había cobrado un cariño especial. En resumen: quería que pasara a manos de alguien que lo tratara bien. Quienes conocen el mundo del caballo saben que hay muchos desaprensivos que maltratan sus animales o los ajenos y que no es demasiado fácil encontrar a quien mantenga un trato amigable con ellos.

A pesar de tratarse de un bello ejemplar de raza árabe, con cierto pedigree, mi amigo pensó que era preferible regalarlo a alguien de buen corazón antes que sacar una cantidad de dinero sin saber en qué pararían los cuidados del noble bruto. De manera que se fijó en una joven que a veces montaba con su hijo, en el mismo picadero, y que siempre se mostraba cariñosa con el precioso animal. Una tarde le preguntó si lo quería tener y, ante su asombro, se lo regaló sin más. Todo fueron sonrisas por parte de la muchacha. Mi amigo se fue a su casa y se olvidó del asunto, pensando que se había quitado un peso de encima.

Sin embargo, una semana más tarde, le sonó el teléfono móvil. Al otro lado, estaba la muchacha a quien había regalado el caballo. Con voz enfadada, le preguntaba si pensaba que ella era tonta. Sorprendido, él casi no acierta a inquirir por qué sospechaba eso. Entonces, ella le dijo que si tan interesado estaba en que aceptara el caballo, debía firmarle no sé cuántos papeles ante un notario.
Él estaba estupefacto. Le recordó que ya le había entregado la documentación del animal y que todo estaba en orden. Ella se enfadaba más y más, en cada respuesta. Él empezó a cansarse; así que optó por darle otro giro a la conversación: con voz inocente le preguntó si le pesaba haber aceptado el regalo. Ella dijo que sí. Ante eso, mi amigo contestó que no había problema, que al día siguiente recogería el caballo. Y colgó.
Por la mañana, mi amigo se presentó a primera hora en la cuadra donde sabía que la muchacha había dejado el caballo y se lo llevó. Dos horas después la muchacha le preguntaba furiosa dónde estaba “su” caballo. Perdida ya la paciencia, la mandó al carajo y no volvió a descolgar el teléfono.

No paró ahí la cosa, porque después llegó la llamada del padre de la criatura, diciéndole que era una mala persona, un desagradecido y un rencoroso incapaz de aceptar que su niña (la “niña” tenía casi treinta años) se había equivocado. Como quiera que mi amigo le dijo que así tendría una buena lección para la próxima vez que le regalaran algo, el hombre empezó a amenazarlo veladamente con acciones administrativas, dado que era un jubilado de algún ministerio que tenía competencias en las empresas de mi amigo. En esas circunstancias, obvio decir cuál fue la destemplada respuesta del dueño del caballo.

El asunto no se enfrió durante varios meses, tantos como le duró la perreta a la chica, que no dudó en hablar personalmente con mi amigo para que le devolviera “su” caballo, dado que por su culpa había bajado casi diez kilos y había tenido que ir al psicólogo. Aunque pasmado ante tanta monería, no se arredró mi amigo ni cedió.

Realmente, no sé lo que haría finalmente con el caballo, pero es seguro que no volvió a regalarlo. De vez en cuando, comentamos el caso, porque es uno de esos quiebros retorcidos del corazón humano, que sorprenden a las personas de buena voluntad, a quienes, por cierto, la parte contraria suele confundir con personas tontas cuando hacen un regalo y con personas malas cuando plantan cara a una bellaquería.

El asunto movería a risa, si no latiera en el fondo un poso de maldad que encuentra difícil explicación. Lo que yo me pregunto es cómo pretendemos que la humanidad avance hacia la tolerancia y la paz mientras queden personas incapaces de entender que se regale algo más o menos valioso porque se valora más el sentimiento que el dinero. Quien no entiende que se puede dar algo por nada es seguro que no conoce la generosidad y, mucho menos, la amistad o el amor. ¿En qué recodo de la infancia se pierde ese valor que cada vez me parece más frágil, más escaso, más necesario…?

 

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