200 años de las Cortes de Cádiz

No soy muy dado a celebrar cumpleaños, onomásticas, romerías de santos, días nacionales o internacionales y otros aniversarios divinos, reales o republicanos. Casi todas estas conmemoraciones acostumbran a ser ceremonias narcisistas, vacías de contenido, cuyo mayor provecho no suele  pasar de una tajada, un lavado de conciencia o de estómago o, en el peor de los casos, la homilía  empalagosa de algún político o enchufado dirigida a los medios de comunicación. El culantro es bueno, pero mucho empalaga, asegura un refrán costarricense, en total acuerdo con un haiku de Basho:

El perfume de las orquídeas
en las alas de las mariposas
empalaga
.

Sin embargo, hoy encuentro motivos sobrados para celebrar un centenario por todo lo alto. Se cumplen dos siglos de la inauguración de las Cortes de Cádiz, es decir, de la colocación de la primera piedra democrática que nos ha conducido a disfrutar ‒bien es verdad que de manera intermitente‒ de algunos gobiernos que han sido fruto de la voluntad popular. No es poco.

Por primera vez en la historia, un grupo de Diputados españoles peninsulares y ultramarinos (americanos, filipinos y canarios) se convirtió en un cuerpo institucional capaz de promulgar leyes en nombre del pueblo al que representaba. Esta hermosa aventura comenzó el día 24 de septiembre de 1810, en un teatro alquilado en el pueblo de San Fernando, en Cádiz.

Estas Cortes democráticas vieron la luz en medio de una terrible crisis: una invasión  francesa en toda regla, un grupo de españoles militares y aristócratas tratando de sacar provecho personal de esa ocupación y un monarca truhán que felicitaba por carta a Napoleón cuando ganaba batallas en España. En estas penosas circunstancias, tratando de superar lo que parecía insuperable, comenzó  a desarrollarse un cuerpo legislativo que consagraba la soberanía nacional frente a la soberanía real, la división de poderes, la igualdad y la legalidad o la libertad de imprenta.

Antonio Ruiz de Padrón, un Diputado canario que alcanzaría merecida fama más adelante, escribía en una carta a su hermano:

Ya salió la famosa Constitución, monumento de la sabiduría de los hombres y lo más perfecto que puede hacer el ingenio humano y que nos restituirá nuestra libertad política. Hasta aquí no hemos sido nación, sino un rebaño de bestias, gobernados por déspotas y tiranos. Ya está sancionada, publicada y jurada solemnemente por todas las clases de Estado y por la tropa, con una pompa y solemnidad no vista. Ya todos somos iguales delante de la ley. Por allá irá.

Ya nada se llama real, sino nacional. Ejército, armada, audiencia… todo es nacional. Sólo los palacios que la nación ha dado al rey, son reales.

Todo cuanto dices de escuelas, médicos, etc., etc., todo se ha tratado en las Cortes, y todo se arreglará poco a poco. Todos esos despotillas de que me hablas, caerán delante de la Constitución y de la ley. Prepara con tiempo al pueblo para que el día que se publique ahí la Constitución, la celebren hasta con locura de mojigangas, repiques, fuegos, iluminación, danzas, […].

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