Continuación del artículo: Domenico Caracciolo, ¿Un italiano ilustrado o un español incógnito?
Domenico Caracciolo no tardó mucho en alcanzar un puesto encumbrado en la magistratura napolitana. A partir de ahí, trató de ascender en la carrera diplomática aprovechando que se necesitaban personas para ocupar cargos de relieve cuando el hijo de Carlos III, Fernando de Borbón, ocupó el trono de Nápoles. Por ese camino logró, en 1763, ser nombrado embajador napolitano en Londres.
Allí se ganó la simpatía de los mejores salones. No había fiesta de prestigio a la que “il Caracciolo” no fuese invitado. Su cuerpo bajo y rechoncho con un cuello de toro culminado por un cabezón poco agraciado no fue obstáculo para que su compañía estuviera solicitada tanto en los asuntos políticos como mundanos. Una amable comunicación del profesor Nicola Trunfio, con motivo de mi anterior artículo, me informa que está en su poder el retrato original de Domenico Caracciolo, en Villamaina, municipio donde se tiene el proyecto de dedicarle una calle.
Hasta 1770, Caracciolo estuvo en Londres, pero en ese año Fernando IV de Nápoles y Sicilia decidió enviarlo a París. Ciertamente, el marqués de Caracciolo era la persona adecuada para hacer brillar a su país en la capital del mundo. El marqués no dominaba tanto el idioma galo como el inglés, pero pronto se hizo querer por los ilustrados parisinos. Las damas y los caballeros le sonreían cuando dejaba caer sus frases ingeniosas engarzadas en un francés bárbaro y pedregoso. Su fama creció sin medida en aquel París de ideales volterianos, pasiones pompadouradas y tertulias espumosas.
Por cierto, hablando de la Pompadour, no me resisto a reproducir una carta enviada por la marquesa a su buena amiga la Condesa de Bashi:
«Querida,
Lo que le voy a contar no es precisamente poético. El Marqués de R., que como usted sabe, no es precisamente muy delicado en sus gustos, pasó ayer la noche con una comedianta y al final de la cena, estando los dos … encantadores, el Marqués no encontró nada mejor que desvestir a su Venus y, preparando una salsa para espárragos la colocó en un lugar que no voy a nombrar pero que usted comprenderá y se dedicó a comer los espárragos mojándolos en su salsa. Parece que le gustó, ¿qué piensa usted de ello? Espero su respuesta pero, por el momento, no puedo dejar de reírme de un placer tan original.[1]
La marquesa de Pompadour.”[2]
El ingenioso Marqués de Villamaina estaba considerado uno de los animadores más brillantes de los salones ilustrados y a nadie extraña que haya protagonizado la referida anécdota con su Cristianísima Majestad Luis XV. Este hombre de facciones toscas asistía a las sofisticadas tertulias de madame d’Epinay y madame de Géoffrin. Intimaba con el enciclopedista d’Alembert y gozaba de la amistad de quienes antes había admirado en los libros; compartió opiniones, y hasta mesa y mantel, con Elvezio, Rainal, Marmontel, el abad Morellet o Saint-Lambert. De cuantos personajes visitaban París, Caracciolo afirmaba que prefería la compañía de su compatriota abate Galiani, famoso en Europa por sus sobresalientes escritos. [3]
Continuará
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[1] Una escena semejante es descrita por Truman Capote en un bar de Nueva Orleáns en el que se bebía un exótico cóctel (cerezas hervidas en crema de leche con absenta o algo parecido) servido en la vagina de una muchacha tendida sobre la barra del establecimiento. Si mal no recuerdo, aparece en su novela Música para camaleones.
[2] Carta subastada por 350 francos en el Hôtel Drouot, a principios del siglo XX.
[3] De la obra Della moneta (1750), de Ferdinando Galiani, es la famosa frase «La ricchezza è una ragione tra due persone» (La riqueza es una relación entre dos personas) que más de un siglo después sería citada por Karl Marx en su Contribución a la crítica de la economía política (1859).