Nelson Camacho es el pianista del restaurante Monseñor, un precioso local que se encuentra en el Vedado de La Habana. Fue en 1984, si la memoria no me falla, cuando conocí este lugar. Me alojaba frente al Monseñor, en el Hotel Nacional, que en esa época se estaba cayendo a pedazos, aunque no había perdido del todo su elegancia. Por supuesto, nada tenía que ver aquel ruinoso edificio con el espléndido hotel en que se convirtió después de su remodelación.
Lo especial del Monseñor es que durante muchos años allí actuó Bola de Nieve, un pianista negro que interpretaba de manera genial la música de Lecuona. El sofisticado restaurante siempre estaba concurridísimo y a ningún visitante ilustre se le ocurría visitar La Habana sin haber cenado allí mientras disfrutaba la magia que la voz y los dedos prodigiosos del pianista creaban cada noche. Desde el popular Siboney, pasando por María de la O, hasta las piezas más clásicas de Lecuona eran interpretadas en el Monseñor para personajes como Lezama Lima, Nicolás Guillén o Alejo Carpentier, cuyas elogiosas críticas a Lecuona durante su época parisina convirtió al compositor en una figura de culto en la Europa de mediados del siglo XX.
Estado en que se encuentra la casa de Ernesto Lecuona,
en Guanabacoa (La Habana), en el año 2010.
Ernesto Lecuona (La Habana, 1895 – Tenerife, 1962), recogió en vida los frutos dorados que le proporcionó su gran talento. Su padre era un periodista canario que luchó con denuedo por establecerse en la isla y prporcionar a sus hijos una buena educación. Cuando el superdotado joven Ernesto finalizó sus estudios en Cuba, pasó un tiempo en París como alumno de Ravel. Pronto destacó, por sus composiciones de música popular y clásica, sin que nadie pueda decir dónde empieza una y dónde acaba la otra. Estados Unidos, América Latina y Europa se rindieron al encanto de una música que mezclaba sabiamente las raíces afrocubanas con técnicas y estilos clásicos europeos. Uno de sus grandes intérpretes fue el tenor Alfredo Kraus. También Bola de Nieve. Lecuona repitió muchas veces que adoraba cómo Bola de Nieve interpretaba sus composiciones.
Una interpretación de Bola de Nieve.
Ignacio Villa, alias Bola de Nieve (La Habana, 1911 – Ciudad de México, 1971), era un cantante, pianista y compositor que podía alardear de recibir elogios de la misma Edith Piaf (“Nadie interpreta La vie en rose como Bola”), de Alejo Carpentier (Está «nutrido de esencias cubanas, de sensibilidades nuestras») o del guitarrista Andrés Segovia (“Cuando escuchamos a Bola de Nieve parece como si asistiéramos al nacimiento conjunto de la palabra y de la música”). Viajó y cantó por todo el mundo, repartiendo sabor y buen humor mientras reivindicaba que era “marxista, fidelista y yoruba”. También fue homosexual, lo cual no le impidió, como a otros intelectuales, ser bien considerado por el régimen cubano. Entre sus composiciones más conocidas se encuentran Si me pudieras querer, Ay amor y Tú me has de querer. Desde 1965 hasta el año de su muerte, Bola de Nieve actuó en el restaurante Monseñor, en la calle M del Vedado, frente al Hotel Nacional, donde, vestido de gala, acariciaba un gran piano de cola en tanto su voz rota por el ron, el humo y la madrugada se enredaba en los mojitos y daiquiríes de la clientela.
Esther Borja canta «Siboney», de Ernesto Lecuona.
Yo volví muchas veces a La Habana, en años posteriores a aquella primera estancia en el Hotel Nacional. Asistí a varias de las magníficas ferias del libro que se celebraban en la Fortaleza de la Cabaña (comentan que cuando le presentaron los costes de la construcción de esta fortaleza al rey de España, éste se levantó de su trono y dijo que le extrañaba no divisar desde su palacio algo donde se había enterrado tanto dinero). Siempre pensé entrar en el Monseñor, pero lo cierto es que una vez y otra seguía calle adelante hasta el Gato Tuerto y otros tugurios de los alrededores para escuchar buenos grupos de jazz. Pero, en 2004, quedé citado en el restaurante Monseñor con Nelson Camacho, el sucesor de Bola de Nieve. Trataba de hacerle una entrevista para un documental que realicé en esa época. Y resultaba evidente que si quería que alguien hablara sobre Lecuona, sólo dos personas podrían ilustrar su obra de la manera que yo deseaba: Esther Borja (La Habana, 1913) y Nelson Camacho (Santa Clara, 1948). Como Esther, anciana y enferma, no estaba en condiciones de ser entrevistada, era imprescindible que contactara con Nelson. Un enemigo común se encargó del asunto.
Una vez tomado el restaurante por los focos, las cámaras y los cámaras, los micrófonos y toda esa parafernalia que a veces no sirve para nada, tuve una larga entrevista en la que se extendió sobre su biografía y su arte. Haber nacido los dos –él y yo– el día diez de mayo pareció animarle a brindarme su amistad. Luego, Nelson se puso al piano. Para calibrar a este pianista no hace falta escucharlo mucho tiempo: su temperamento apasionado te hace pronto vibrar o pedir socorro. Si se desea huir, no hay que esperar demasiado, porque las notas se te clavan en el estómago y ya te sujetan a tu silla sin dejarte alternativa.
Oír el piano de Nelson es sumergirse en el Lecuona auténtico. Quienes conocieron a don Ernesto dicen que tocaba el piano con la misma pasión que Nelson Camacho, pero exteriormente aparecía como un remanso de paz. Nelson, no. Nelson es mar de fondo y cresta de ola al mismo tiempo: deja que la música arrastre sus brazos, su cabeza y su corazón, en un juego de idas y venidas hacia el piano que lo convierten en el complemento escénico perfecto para su interpretación. He conocido pianistas que ejecutan a Lecuona con una técnica más depurada, pero sus conciertos se ven pálidos y encorsetados frente a los de Camacho. ¿No gana un zumo de naranja natural, aunque lleve dentro alguna pepita dentro, frente a una naranjada bien filtrada pero envasada en lata?
Quienes han visitado el Monseñor saben muy bien de lo que estoy hablando; los que no han ido deberían apuntar la dirección en su agenda por si un día se les presenta la oportunidad de escuchar a Nelson. Esther Borjas, que junto a Rita Montaner ha sido la máxima intérprete vocal de Lecuona, lo eligió como pianista y lo mantuvo a su lado hasta que se retiró en 1984. No sólo toca Nelson en el Monseñor, sino que ofrece conciertos en lugares privativos de La Habana, como el antiguo convento de San Francisco o los prestigiosos teatros y auditorios de la ciudad. También ha realizado giras internacionales y más de un disco suyo ha sido puesto a la venta, capciosamente, como grabado por el propio Ernesto Lecuona; tanto se parecen sus interpretaciones.
No visite La Habana sin pasar por el Monseñor. Bien es verdad que ahora mismo es uno de los restaurantes cubanos donde peor se come y más caro cobran. Si entra algún cliente, es únicamente para escuchar a Nelson, pero no hace falta dejarse allí cien dólares por un plato de cuarta categoría. Basta con que usted pida un mojito, un daiquirí o cualquier otra bebida y disfrute con un magnífico pianista al que nunca he preguntado si es fidelista o marxista, pero sé de buena tinta que es descendiente de canarios como Lecuona y, si no me equivoco, como al difunto Bola, lo místico y lo yoruba no lo dejan indiferente.
Volví a visitarlo hace pocas semanas. No hice ninguna grabación, sino que un par de noches hablamos, bebimos mojitos y fumamos grandes vegueros durante los descansos de su actuación. En mi último día en La Habana nos fuimos a comer y a charlar, acompañados por su esposa, una señora amable e inteligente. Al contrario que otros artistas cubanos, Nelson Camacho no quiere abandonar su isla, aunque le han sobrado ofertas y ocasiones para ello. El artista es consciente de que no podría vivir sin respirar cada noche el aire ensalitrado que sube desde el Malecón hasta el Vedado, cuando se dirige caminando desde su casa al restaurante Monseñor que heredó del mítico Bola de Nieve.
Disfruté La Habana hace unos diez años. Una tardecita, saliendo con mi mujer del Hotel Nacional (donde no parábamos pero nos gustaba sentarnos en la galería frente a los jardines con un mojito o un daiquirí) me topé con ese sitio, Monseñor. Un muchachito en la puerta intentaba atraer turistas. «¿Es verdad» -le pregunté- «que aquí tocaba Bola de Nieve?» «Sí señor, y está su piano». Sin terminar de creerle, nos fuimos a dar una vuelta, pero finalmente volvimos decididos a cenar allí. Bajamos las escaleras y entramos en una suerte de cabaret donde manda el rojo más que el violeta episcopal. Salvo unos norteamericanos, estaba vacío. Todas las mesas tenían, sobre un mantel rojo, un sobremantel blanco. El mozo nos arrastró a la única que NO lo tenía, y que además estaba prácticamente encima del piano. Traté de buscar otra mesa, pero el hombre fue tan insistente que me dí por vencido y me senté donde él quiso.
Cuando vino el maître, insistí con mi pregunta. Apasionado admirador, no podía creer que en ese piano que estirando la mano podía acariciar, había tocado nada menos que Bola de Nieve. «Sí señor» me dijo. «No sólo tocaba aquí todas las noches, no sólo éste es su piano, sino que, como usted preguntó en la puerta, lo hemos sentado en la mesa de los amigos de Bola de Nieve». El nudo en la garganta me vuelve cada vez que evoco la anécdota.
Efectivamente la comida no era buena ni barata, pero había valido la pena. Sin embargo, había más para nosotros. De pronto entró un señor, pantalón y polera negra, se sentó al piano y empezó a tocar. Al segundo acorde nos había subyugado. Un pianista excepcional, de los que entienden con todo el cuerpo lo que están interpretando. Era, por supuesto, Nelson Camacho. Tocó maravillosamente dos o tres boleros de Bola de Nieve, se acercó a los norteamericanos y a su pedido les dedicó algo de Sinatra y luego vino a nuestra mesa, educado y encantador. Cuando supo que éramos argentinos, confesó que no sabía ningún tango, pero sí algo nuestro que, curiosamente, había aprendido en Uruguay. Y nos regaló la más increíble versión de «Merceditas». Los que conocen ese bello chamamé pueden comprender lo que sentimos.
De todo aquel viaje, a esa emocionante noche en Monseñor sólo puede equipararse lo que fue, unos días más tarde, visitar la mínima casa donde se escribió «Paradiso». Pero esa es otra historia.
Muchas gracias, Manuel Mora Morales, por su excelente nota.