La traducción de obras literarias. Segunda parte: La forma y el fondo del texto

[La traducción,] como toda (re)escritura, nunca es inocente.
Lefereve y Bassnett

Comentaba en el post anterior —sobre la traducción de obras literarias— que cuando el traductor percibe que una traducción literal puede eliminar determinados elementos culturales propios de su comunidad lingüística, lo más habitual es que opte por referirse a elementos similares que sean conocidos por sus lectores.

El peligro que puede presentarse es que el lector tenga la sensación de estar leyendo un texto de segunda mano; pero existe un recurso, denominado equivalencia dinámica, que consiste en adaptar al lenguaje correcto y habitual del receptor los efectos del original. Lo cual conduce, nuevamente, al concepto de nicho y a la necesidad de ubicar en él un texto traducido, sin que pierda los efectos iniciales. Lo contrario sucede cuando el traductor se deja arrastrar –casi siempre inconscientemente– por las estructuras gramaticales y el léxico de la lengua de partida, insertándolos en el texto traducido, como si pertenecieran a la lengua de llegada. Estas interferencias producen faltas de estilo y de claridad, entorpeciendo el desarrollo de la obra, sobre todo, cuando se trata de narrativa. El remedio consiste en realizar una corrección exhaustiva, identificando y eliminando las expresiones y las estructuras ajenas a la lengua de recepción.

Esto no debe confundirse con la desvirtualización del estilo del autor como método para acercarse al sentido de la obra y a la lengua de llegada. Es decir, si el traductor sólo presta atención al contenido de un texto y descuida la forma en que está escrito, el trabajo resultante puede no resultar apropiado.

Al no tratarse de un problema simple, los puntos de vista que lo abordan son variados y proponen soluciones muy diversas. Así, mientras unos traductólogos piensan que el traductor ha de ser invisible, otros sostienen que su sombra ha de percibirse en el texto. Hay quienes ponen el énfasis en otra vertiente del mismo problema: la necesaria toma de decisión en torno a si es mejor respetar las normas del idioma de llegada o si el propio traductor se otorga licencia para transgredir esas normas con el estilo del escritor traducido, ofreciéndoselo más puro a sus lectores, pero menos dócil. Es decir, colocándolo fuera del nicho.

Entre los elementos que se pierden en una traducción, pueden contarse ciertos modismos y juegos de palabras, propios del idioma de partida, que es imposible verter en la lengua de llegada. También hay que resignarse a que las traducciones pierdan algunos dialectismos de los textos originales.

La complejidad del trabajo del traductor, así como la imposibilidad de seguir los criterios que se han establecido como primordiales en su tarea, se muestran en el siguiente texto de Theodore Savory que recoge, en doce puntos, la preceptiva más usual –y contradictoria– para la traducción:

1. Una traducción debe ofrecer las palabras del original.

2. Una traducción debe ofrecer las ideas del original.

3. Una traducción debe parecer una obra original.

4. Una traducción debe parecer una traducción.

5. Una traducción debe reflejar el estilo del original.

6. Una traducción debe reflejar el estilo del traductor.

7. Una traducción debe expresarse en un lenguaje contemporáneo al del original.

8. Una traducción debe expresarse en un lenguaje contemporáneo al del traductor.

9. Una traducción puede añadir u omitir a partir del original.

10. Una traducción no debe nunca añadir u omitir a partir del original.

11. Una traducción en verso debe hacerse en prosa.

12. Una traducción en verso debe hacerse en verso.[7]

(Continúa en la siguiente entrada de este mismo blog )


NOTA

7. Pliego Sánchez, Isidro: Los compromisos del traductor a propósito de un ejemplo literario. En: El papel del traductor. Ediciones Colegio de España, Salamanca, 1997.

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