A propósito de Miret Magdalena

Llegué a Miret cuando me encontraba en un campo de batalla teológico: terreno pantanoso en que cada día dirimía mis diferencias con los fantasmas que me había legado mi educación católica en la primera infancia, rematada por varios años de seminario, que irónicamente me condujo al lugar contrario al que debía encaminarme. Los artículos de Miret fueron serenando mi espíritu y aquel Dios colérico al que me enfrentaba a diario se fue difuminando hasta convertirse en un concepto filosófico. Así, con las aportaciones de Miret y Platón, recibí la suficiente serenidad para lograr que mi Todopoderoso creciese hasta perder de vista los rasgos de su terrible rostro y terminara por convertirse en un Prototipo más. Cesaron mis temores, mi lucha, mis noches en vela, mi desamor a todo lo sagrado. Desde entonces, miré cara a cara a aquel Dios que ya estaba entronizado como ente filosófico en el territorio de la inexistencia, junto a los prototipos del Amor, de la Vida, de la Naturaleza, de la Verdad, de la Belleza y de la Justicia. Curiosamente, el Demonio no se desfiguró ni se transformó, simplemente despareció sin dejar ni olor a azufre. Quizás esa iniciación a la niebla logró que más adelante no me resultaran del todo extraños los paisajes de Samuel Becquet o Giorgio Manganelli.

Había leído mi primer artículo de Enrique Miret Magdalena cuando yo tenía diecisiete años de edad. Debió ocurrir hacia el mes de febrero de 1970. Sus ideas y su prosa me atraparon y ya no supe ni pude dejar de leerlo. Quizás ese artículo, que trataba sobre una comunidad agnóstica en Estados Unidos, fue el que me impulsó a suscribirme a una revista con un título tan atractivo: Triunfo. El ejemplar lo había comprado por casualidad en una pequeña librería (años más tarde, supe que su dueño, Sixto, no la tenía tan «casualmente» a la venta). Luego, durante varios años, la publicación me llegó por correo de forma irregular al remoto pueblo donde yo vivía, en una isla donde el diablo dio las tres voces y nadie pudo oírlas, como dicen los cubanos; sin embargo, llegaron todas los números publicados, incluso aquéllos que la censura de don Fraga y adláteres requisaba antes de ver la luz en los quioscos. Me avergüenza reconocer que tardé mucho tiempo en darme cuenta de que aquella revista era un órgano de expresión de los comunistas españoles. Yo pagaba la suscripción únicamente porque la encontraba atractiva y sus columnistas escribían de forma diferente a los de Semana o del Readers Digest a que estaba suscrito mi tío.
Tan pronto Triunfo llegaba a mis manos, me abalanzaba sobre los artículos de dos autores: 1. Eduardo Haro Tecglen: un auténtico laberinto ideológico y sintáctico que desafiaba mi comprensión línea a línea (al principio, llegaba a leerlo media docena de veces sin enterarme de nada) y 2. Enrique Miret Magdalena: un torrente de flamante filosofía (¿no era la teología en Miret una disculpa para filosofar hacia y desde el corazón del imperio?) para un muchacho que había abandonado el seminario y renunciado voluntariamente a la salvación eterna, en franca rebeldía contra todo lo que oliera a dogmatismo irracional, es decir, el autoritarismo filosófico, religioso, político y conductual tan en boga por aquellos años.
Si alguien duda de que esto no puede producirse en la cabeza de un adolescente es que no ha pasado algunos años estudiando en un seminario católico. Créanme:casi todos los que salimos de allí lo hemos hecho con el sentimiento de haber traicionado a Dios, porque ésa es la idea que nos habían inculcado nuestros educadores, poniéndonos como ejemplo de condenados al fuego infernal a quienes habían abandonado la carrera sacerdotal antes que nosotros. Una vez fuera del seminario, sobreviene un drama psicológico de dimensiones considerables: unos tratan de redimirse sometiéndose en cuerpo y alma a las normas y a los oficiales de la Iglesia, mientras otros optan por enfrentarse a ella en todos los terrenos. Ambas posturas causan innumerables sufrimientos a los jóvenes «traidores». Por este motivo, es importante encontrar lo más rápido posible una salida teológica y filosófica que permita vivir en paz, sin renunciar a las auténticas convicciones de cada cual. A mí, como antes he indicado, esta salida me la señaló don Enrique Miret Magdalena, este señor que acaba de morir.
Como yo no era comunista ni lo fui después (quizás porque nunca he logrado encajar en un Prototipo seductor a Lenin, Stalin, Mao, Fidel, Hugo Chávez o a cuantos comunistas y socialistas reales he ido conociendo a lo largo de mi vida: ansiosos del poder perpetuo o esclavos del poder perpetuo), la revista en que escribía Miret Magdalena me influyó de manera muy diferente a como pudo hacerlo con los lectores afiliados en los partidos políticos marxistas leninistas. Mientras Tecglen, Miret o el propio Luis Carandell con su Celtiberia me fascinaban, nunca sentí simpatías hacia plumas como la de Manuel Vázquez Montalbán, cuyas opiniones pocas veces compartía, a pesar de que su prosa era tan legible como contundente: siempre me pareció (también en sus novelas)- un escritor poco tolerante, chauvinista e incapaz de aceptar una corriente pensamiento, o una generación, que no fuese copia exacta de la suya. Sus héroes, calcos de su propia personalidad, tampoco me han gustado nunca: tan alejados del humanismo que transpiraban las palabras de Miret o de Tecglen.
Ciertamente, nunca perdí de vista a Miret Magdalena. Leí varios libros suyos y tuve la ocasión de saludarlo en una librería de Tenerife durante una visita que hizo con Haro Tecglen para impartir unas conferencias. Consciente de las batallitas que se ven obligados a escuchar los escritores, sólo crucé con él unas breves palabras. La prudencia me impidió contarle lo que hoy (muerto ya mi admirado filósofo) estoy contando a manera de modesto e íntimo exergo.

Un comentario sobre “A propósito de Miret Magdalena

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  1. Excelente manera de narrrar el espiritu de la existencia en medio de la cascada de percepciones de un mismo momento històrico. Me gusta.

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