
Escuché la frase mil veces, pero nunca le puse atención: “Uno compra un décimo, aunque no con el fin de ganar millones, que eso es imposible, sino para llevarse a casa un poquito de ilusión.”
El otro día compré un billete de la Once en el mercado municipal y el señor que lo vendió me dijo lo mismo: “Se compra por tener algo con qué soñar”. Me costó 3 euros y publicitaba una ganancia nada menos que de 9 millones ¡de euros!
De camino a casa, cargado con bolsas de verdura, me puse a hacer la prueba del “poquito de ilusión”. Si me ganaba esa noche los 9 millones, ¿qué haría?
Lo primero: naturalmente, llevarlos al banco para darle una alegría al director de mi sucursal (al fin y al cabo, es la persona que más conoce mis tropiezos, mis debilidades, mis esfuerzos por no morirme de un infarto para dejarle bien ante sus invisibles superiores que son, según él, quienes le dan siempre la orden de estrangularme).
Lo segundo: ir a Hacienda y sacarle la lengua a ese funcionario de mirada homicida que todos conocemos y que nos persigue a los contribuyentes de medio pelo como si no tuviera otra misión en su puñetera vida kafkosa.
Lo tercero: repartir. ¡Vaya alegría! La familia, ciertos amigos, algunas instituciones bienintencionadas,…
Aquí se me planteó un gran problema. Iba por la mitad del camino cuando me formulé la pregunta del millón, es decir, de los nueve millones:
–¿A quién no le reparto euros?
Poco a poco, fui encontrando razonables razones para no darle ni un céntimo a algunos. ¡Qué placer negarle el pan y la sal a nuestros enemigos, aunque sean enemigos de juguete! A éste le doy y a éste no le doy. ¿Y a éste? ¡Ah, a éste lo pondré a prueba y, si la pasa, le regalo un chalet, pero si no la pasa no lo invito ni a un café con leche desnatada! ¡Qué poderío! ¡Los que me adoren al cielo de los jacuzzis y el resto a las tinieblas de las duchas con plato y cortina de plástico!
Nueve millones de euros en pesetas son…, vamos a ver… uf, más de mil quinientos kilos. ¿Cuántos dejo para mis gastos? Supongamos que yo viva por lo menos hasta los setenta y cinco, entonces necesito…
El camino a casa se me pasó más rápido que si hubiera ido en el ave (no digo en un airbus, por si acaso se desploma en el jardín de la vecina y la muy lagarta se me queda con el décimo y la caja negra). Dejé las bolsas en la cocina y me sentí relajado. Desmadejado como si me hubieran dado un masaje en una terma de Estambul o me hubiese tragado un frasco de Prozac remojado en una infusión de tila. Las ondas alfa tomaron el mando en mi cabeza, como por arte de magia y ya no me abandonaron hasta la hora de dormir.
Tanto me relajé que, por la noche, me olvidé de mirar si había ganado. En realidad, hoy –seis días después– es cuando comprobé que no he acertado ni una sola cifra del número adquirido (eso también merecería un premio).
Pero no me importó demasiado, porque ya había recibido mi recompensa en forma de una auténtica lluvia multicolor de serotonina y endorfina que pienso repetir éste y todos los fines de semana hasta que el Tribunal Supremo, el Constitucional o el de Bruselas considere que estancos e invidentes están haciendo una competencia desleal a los laboratorios farmacéuticos y nos obliguen a comprar la lotería en las boticas, con receta médica.
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