La libertad de expresión incita y excita a un nuevo uso de la misma libertad, con lo que contribuye considerablemente al conocimiento del hombre.
Francis Bacon
Aunque uno escriba a partir de experiencias propias y vierta en el texto sus opiniones, es innegable que éstas y aquéllas son sus versiones personales sobre lo que sucede a su alrededor; dicho de otra manera, la literatura es social por necesidad.
La lista de grandes autores comprometidos con su momento histórico es muy larga y en ella pueden ser incluidos escritores como Zola, García Márquez, John Dos Passos, García Lorca, Umberto Eco, Steinbeck, Pablo Neruda, Rafael Alberti, Víctor Hugo, Bertolt Brecht,… Cada uno de ellos ha implicado su obra en los problemas económicos y sociales de su tiempo, lo cual les ha conducido a pasar por momentos dolorosos en su existencia. Sin embargo, es probable que gran parte de cuanto han escrito carecería de interés si no hubiera contado con esas aportaciones.
Por otra parte, el arte no es un fiel reflejo de la sociedad donde aparece, ni la literatura tampoco, aunque el autor participe de forma importante en la comunidad en que vive. Esta participación social que puede reflejarse más fielmente en otro tipo de productos, cuando se trata de literatura se vuelve imprecisa, porque los escritores son, en ocasiones, seres rebeldes e, incluso, antisociales que invierten y subvierten en sus obras literarias los valores más arraigados en la sociedad que los rodea. A fin de cuentas, ésta viene a ser la misma afirmación que puse en este blog, cuando trataba sobre la nacionalidad del escritor.
Debido a ese espíritu de rebeldía, durante el transcurso de la historia, los escritores y otros artistas se han involucrado activamente en las revoluciones sociales, ocurriendo que cuando dichas revoluciones han triunfado, esos mismo autores se han vuelto a situar frente a los nuevos gobernantes, persistiendo en su actitud de descontento, lo cual les ha acarreado calamidades sin límite, como sucedió, por ejemplo, en la Unión Soviética con la llegada de Joseph Stalin al poder. Pero es que tampoco el poder del estado ha favorecido el florecimiento de la literatura: desde los preceptos confucianos que prohibían lo que no fuese de utilidad inmediata hasta las leyes platónicas que rechazaban cualquier acto artístico que no sirviera a la república, pasando por los nihilistas rusos que proclamaban a los cuatro vientos que es preferible un buen par de botas que toda la obra de William Shakespeare.
¿Y qué ha sucedido cuando los hombres de letras han conseguido ostentar el máximo poder de su país? La verdad es que nada extraordinario. Desde el venezolano Rómulo Gallegos –autor de Doña Bárbara– hasta el poeta sudanés Leopoldo Senghor, los escritores que han llegado a la presidencia de una nación poco han hecho por las letras de su país, cuando no se han dedicado a perseguir a sangre y fuego a los escritores que les presentaban oposición política.
Finalizo estos párrafos sobre la responsabilidad social de los escritores con una cita de Umberto Eco, que hace una clara diferenciación entre la postura escéptica y la del qualunquista, que el profesor denomina anarco-conservadora:
Paolo Pott escucha al viejo magistrado del tribunal de apelación pronunciar la siguiente profesión de escepticismo: la verdad no existe porque bastan dos copitas de coñac para modificarla; la justicia se halla determinada por dos décimas de fiebre que alteran la lucidez del juez; la molestia producida por un zapato que hace daño puede cambiar la manera de pensar de un hombre. El escéptico intenta moverse con prudencia en un universo en el que los seres humanos llevan zapatos que les hacen daño, se hallan afectados de fiebre y beben coñac. El anarco-conservador, en cambio, elabora una invectiva contra la imperfecta humanidad de los jueces. El escéptico sabe que la política vive del compromiso. El anarco-conservador afirma que toda la gente que se dedica a la política lo único que hace es engañar al pueblo. El escéptico ve la política como el arte capaz de guiar al hombre en un mun-do en el que el hombre es un lobo para el hombre. El anarco-conservador protesta contra los lobos, como si hubiera hombres que no lo son; se llena de indignación, pero piensa que la indignación de los demás no es sino astucia y demagogia; protesta contra los males de la sociedad, pero sobre todo protesta contra los que protestan contra los males de la sociedad: por eso nunca tiene soluciones, a no ser que se trate de soluciones paradójicas o infantilmente subversivas -”¡No paguemos los impuestos! ¡Total, se los acaban comiendo los ministros! “-. En cualquier caso, carece de ideología.*
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Nota
* Eco, Umberto: El superhombre de masas. Tusquets Editores, Barcelona, 1995.
¿Y qué ha sucedido cuando los hombres de letras han conseguido ostentar el máximo poder de su país?
Pues que resultaron ser hombres…. como todos los demás.
El estado empieza intentando favorecer el florecimiento de los laureles sobre su cabeza y quien lo dirige termina seducido por los que hacen reposar tales laureles sobre sus sienes. A partir de ese momento no son mas que cortesanos vigilantes de sus prebendas y algún que otro bufón.
Completamente de acuerdo.