Quién teme a Pérez Galdós

Probablemente, todavía, el genio de Benito Pérez Galdós es un traje demasiado grande para que Canarias pueda usarlo con elegancia.

Decir que Benito Pérez Galdós ha sido un escritor maldito en las Islas Canarias, su patria, sería una exageración. En primer lugar, porque en estas islas no han existido escritores benditos y, por tanto, tampoco existe objeto adecuado para la comparación. Es más apropiado calificarle de marginal, término que hace años utilizó, públicamente, una Consejera de Cultura del Psoe para referirse a los libros de este archipiélago.

Si hubiese nacido en otra tierra, el término maldito le vendría como anillo al dedo a don Benito, «reconocido unánimemente como el mejor novelista español después de Cervantes, que ocupa un puesto de honor entre los grandes escritores realistas del siglo XIX, junto con Dickens, Balzac y Tolstoi», como se lee en el portal de Estudios Hispánicos de la Universidad de Shefield, por ejemplo. Si en Canarias se reconociera en Pérez Galdós la mitad de ese mérito, ya le habrían dedicado, como mínimo, el Día de las Letras Canarias.

Pero, evidentemente, no es así. El Gobierno de Canarias decidió, en su momento, que el escritor adecuado para representarnos era el historiador José Viera y Clavijo, capellán de los Marqueses de Santa Cruz, un hombre mucho mejor avenido con el poder político y religioso de su época que el rebelde don Benito.

¿Razones para este rechazo gubernamental? Habría sido lógico que el historiador tinerfeño se hubiera impuesto tras una lucha insularista entre facciones políticas de Tenerife y Gran Canaria. Sin embargo, les aseguro que no sucedió así. Fui testigo directo de este asunto y voy a contarles cómo sucedió, en realidad, por difícil que sea de creer por personas ajenas a estas islas. Los canarios sí sabemos que aquí estas cosas pasan con cierta frecuencia.

Dentro de Coalición Canaria –agrupación heterogénea de partidos que lleva varios lustros gobernando el archipiélago–, un grupo independentista con simpatías marroquíes –conocido en su momento como Tercera Vía– accedió a las áreas educativas y culturales del Gobierno de Canarias y consideró a Galdós como españolista. Por tanto, quedó descalificado como representante de nuestra literatura, de la misma forma que lo habían vetado en Madrid para el Premio Nobel, porque no era un hombre de orden, como el comediógrafo Jacinto Benavente, que sí lo recibió, con la bendición del rey, del clero y del gobierno.

¿Se imaginan ustedes a los españoles renegando de Pablo Picasso por haber vivido y pintado en París, a los polacos abominando de Joseph Conrad por haberse instalado en Londres, a los checos ninguneando a Milan Kundera por emigrar a Francia, a los británicos dando la espalda a Charlie Chaplin o a los norteamericanos ignorando a Ernest Hemingway por las mismas razones geopolíticas? Los pintores, los cineastas, los músicos y los escritores no son políticos ni monumentos inmuebles: son seres vivos entregados a faenas de creación cultural, más allá de las fronteras y de los gobiernos de turno.

Me siento orgulloso de haber luchado –quizás, no con todas mis fuerzas, lo admito– para que Pérez Galdós representara a la literatura canaria, dentro y fuera de nuestras islas. Entre las razones que defendí figuraba, además de sus valores literarios, una muy práctica: su nombre tiraría del carro de los libros escritos en el archipiélago con mayor éxito que el de un escritor desconocido.

De nada sirvió, aunque insistí muchas veces. A pesar de que en esa época me desempeñaba como presidente de la Asociación de Editores de Canarias, en esta propuesta me quedé solo frente a la Viceconsejería; lo cual significaba, también, tener en contra a todos los editores y a las asociaciones culturales, cuya fuente casi exclusiva de ingresos procedía de las subvenciones.

Les aseguro que, a pesar de todo, no me sorprendí: era la respuesta lógica de unos agentes culturales apesebrados en el dinero institucional. No estoy en contra de que una parte de las finanzas públicas reviertan en la cultura; pero sí de que los agentes culturales privados vivan exclusivamente de subvenciones, porque es la vía más segura para convertirse en prisioneros de la clase política.

Años más tarde, cuando accedió otra facción nacionalista a los puestos de mando gubernativos de la cosa cultural, lo intenté de nuevo. En este caso, se trataba de una señora, ajena al mundo de la cultura, que había llegado al cargo por pura carambola, en uno de esos juegos de reparto de poder por cuotas insulares a que somos tan aficionados en este archipiélago. Su respuesta fue que estaba de acuerdo con mi tesis, pero que ya era tarde para realizar el cambio. Tarde.

A pesar de todo, sigo creyendo que nos equivocamos marginando al canario más universal, sin querer unirlo, indisolublemente, a nuestra cultura y, de forma más específica, a nuestra literatura. Como dije al principio, es probable que el genio de Benito Pérez Galdós sea un traje demasiado grande para que Canarias pueda usarlo con elegancia. Todavía.

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