El Mae se fue

MaeResulta raro, pero nunca he escuchado a alguien hablar mal de don Antonio Castro, el Mae, ¡incluso, cuando estaba vivo! Ahora, que ha muerto, a los 85 años de edad, tengo la sensación de haber perdido un referente valioso, un espejo cristalino en el que uno se  podía mirar y calibrar cuánto le faltaba para ser una persona cabal, idealista, crítica, afable y provechosa.

Su figura fue glosada hace unos días en un magnífico artículo, publicado por Tinerfe Fumero, en un periódico tinerfeño, de manera que no voy a contar mucho de su vida, excepto dos anécdotas y algunas referencias imprescindibles: era maestro –de ahí su cariñoso apodo de Mae–, regentó un colegio de ideología progresista en Santa Cruz de Tenerife y se enfrentó a injusticias sociales, a pecho descubierto, incluyendo a las que generan las entidades bancarias.

Mi relación con él no fue ni muy íntima ni muy frecuente, pero siempre que nos encontrábamos en la calle terminábamos en alguna cafetería hablando un par de hora de lo divino y de lo humano. Algunas veces, bebíamos algo en La Hierbita, ahora un restaurante de moda, pero que en otros tiempos fue un guachinche donde se reunían los republicanos durante el franquismo para beber un vaso de vino, comentar las últimas noticias de Radio Praga y no sentirse tan solos, represaliados  y abandonados, como en realidad estaban.

El Mae era amable, pero no tenía pelos en la lengua. Hace unos años, después de que yo estrenara un trabajo audiovisual, al que él asistió junto a una gran cantidad de público que estuvo aplaudiendo durante mucho rato, me dijo:

–Manolo, yo no te aplaudí, porque este trabajo habría sido bueno si hubieras contado con los medios adecuados para llevarlo a cabo. Me gusta el guión, pero el resultado final no puedo decir que haya sido excelente, y tú lo sabes.

Fue la única crítica que tuve en cuenta, a pesar de ser la menos «caritativa», porque sabía que estaba hecha desde la sabiduría y la buena intención. De inmediato, me di cuenta de que no debía continuar con aquella línea de trabajo que sin la ayuda de Mae nunca habría abandonado, porque, a veces, uno confunde rentabilidad con profesionalidad.

Hay otra anécdota que ahora, con el desconsuelo a cuestas, me viene a la memoria.

En otra ocasión, encontré a Mae en la calle Villalba Hervás de Santa Cruz de Tenerife y, después de saludarnos, entramos a la cafetería Waikiki a tomar un barraquito mientras terminábamos de contarnos nuestras últimas andanzas. De pronto, me di cuenta de que había una persona esperándome.

Me aguardaba un Santo. No un santo de madera ni de cartón piedra, sino un Santo español de carne y hueso que era venerado como tal por miles de personas en Bolivia. Y no es broma.

Unos años antes, yo había conocido al hermano del Santo, cuando se dirigió a mí para organizar y publicar un par de libros. Se trataba de un misionero franciscano recién jubilado que se había instalado provisionalmente en el convento de San Miguel de las Victorias, en La Laguna. Un tipo interesante. Hablábamos muchas veces, durante mis visitas al convento o las suyas a mi oficina o a mi casa, y fuimos haciendo amistad. Terminó por hablarme de su hermano, misionero como él, que ejercía su profesión en un pueblo boliviano. El asunto es que este hombre había realizado varios presuntos milagros, que ahora sería prolijo pormenorizar, y que su comunidad lo había elevado a la condición de Santo, lo cual era reconocido en gran parte del país andino.

Pues bien, un día recibí una llamada telefónica del Santo, diciéndome que se hallaba de paso en el convento franciscano que se encuentra junto a la Plaza del Príncipe, en Santa Cruz de Tenerife, y que dos días más tarde reanudaría su viaje. Ni que decir tiene: de inmediato tomé una grabadora y una cámara fotográfica y salí disparado hacia el convento. No se habla personalmente con un Santo todos los días.

Pero al encontrarme en la calle con Mae y, nunca mejor dicho, se me fue el Santo al cielo… Salimos ambos del Waikiki ya de noche y, ¡parco consuelo!, sólo entonces me confesó que él también llevaba prisa.

Por terminar la anécdota del Santo: al día siguiente fui a verlo, sin previo aviso, y me deshice en disculpas, las cuales me aceptó de buen grado. A continuación, sacó un gran foto de una iglesia que había construido, con el campanario en forma de manos unidas en oración, y, después de anotar algo en su reverso, me la entregó.

–Don Manuel –me dijo el Santo–, le he anotado el número de mi cuenta corriente, detrás de la fotografía… Intente ser generoso con este pobre misionero.

Fin de la entrevista. Se levantó, se despidió y se fue. Yo me quedé con la foto en la mano, con la boca abierta de estupefacción y pensando en lo afortunado que había sido encontrando la tarde anterior a Mae, el auténtico Santo de esta historia casi inverosímil, pero verdadera.

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